Cuando los reformadores católicos comenzaron a poner en marcha la educación de las niñas, muchos hombres de letras y eruditos siguieron profundizando en la necesidad de educar a las mujeres, pues estimaban que muchas de sus faltas y errores venían provocados por su falta de instrucción y educación.
Tanto Mademoiselle de Scudery como Madame de Sevigné, mujeres de letras, defendieron una ciencia justa y para ambos sexos, mientras que gran parte de la producción de la época se dedicaba a comparar los méritos intelectuales de cada género y dudaba de si la mujer estaba igualmente dotada que el hombre con el mismo nivel de capacidad intelectual. Con el apoyo del método cartesiano, Poullain de La Barre, filósofa y feminista francesa (1674-1725) demostró racionalmente la identidad de las aptitudes y de las funciones femeninas y masculinas. Dicha identidad surgía de la formación recibida, por ello, si la mujer recibía la misma educación que el varón, podría llegar a conseguir el título de Doctor o Maestro en cualquiera de las diferentes disciplinas del saber.
Explicación de una operación ocular, lámina de la Enciclopedia
Este feminismo imbuido de crítica social de La Barre renació 20 años después en Inglaterra, con la pionera feminista Mary Astell, que en 1694 escribió A serious proposal to the ladies (Una oferta seria para las damas), un texto defensor de la educación femenina y fuertemente influido por los escritos de las anteriores. En tono de diálogo coloquial, Mary Astell trató de concienciar a las mujeres de todo lo que se perdían por la falta de instrucción adecuada. Consciente de las dificultades que la vida familiar y conyugal suponían para la educación de la mujer, la autora animaba también a que las mujeres dejasen por un tiempo las obligaciones domésticas, para unirse en colegios donde estudiar con total autonomía.
A parte de las querellas literarias, en la Francia del siglo posterior surgieron reflexiones más directamente pedagógicas sobre la educación de las niñas. Pero aún con ello, los primeros programas coherentes de estudio propuestos limitaban la educación femenina, evitando que su acceso al aprendizaje de lenguas antiguas, retórica y filosofía, que continuaron siendo enseñanzas exclusivas para niños.
En consecuencia, el reconocimiento de la necesidad de las mujeres de saber leer, escribir y contar, aún sin poner en duda su función social relegada exclusivamente al ámbito familiar y doméstico, abrió una importante brecha para el acceso de las féminas a una nueva cultura y con ello al poder.
Con la llegada de la Ilustración y su fiel confianza en la pedagogía, se dotó a esta ciencia del poder de modelar un ser social totalmente nuevo, despojado de todo prejuicio anterior e imbuido por una razón netamente nueva. Con esta nueva pedagogía, comenzaron a impartir clase las primeras educadoras. En un siglo de optimismo pedagógico, los Reformadores Católicos vieron con buenos ojos que la educación de las niñas -al igual que la población infantil de las zonas rurales- comenzara a incluirse en los planes educativos eclesiásticos.
Planes como la Oficina permanente de educación pública, ideada por el abad de Saint-Pierre en su Projet pour perfectionner l'education des filles (proyecto de mejora educativo para las niñas) fueron una anticipación de lo que luego se conocería como Ministerio de Educación francés. Esta oficina se encargaba de supervisar una red de colegios de niñas y muchachos en los que ellas estaban escolarizadas desde los cinco a los 18 años, en los que se rozaban todas las ciencias y todas las artes, pero con el fin de que estuvieran preparadas para participar en las conversaciones de sus futuros maridos.
Pero no sería hasta la década de los 60 del siglo XVIII cuando el problema educativo (tanto femenino como masculino) invadiese por completo las conciencias ilustradas. Dicho período comienza con la publicación del Emilio(o De la educación) de Jean-Jaques Rousseau, escrito filosófico con parte novelada sobre la naturaleza del hombre, que fue rápidamente condenado por los censores de la Sorbona y por el mismo parlamento francés. En el mismo año de salida de la obra, 1762, la expulsión de Francia de las órdenes Jesuitas provocó una profunda desorganización de la red de colegios, con el gran vacío educativo que eso supone para el país. Estos dos acontecimientos sirvieron de mecha para estimular la creación de planes de estudios, tratados sobre educación y otras reflexiones de tipo pedagógico sometidas al juicio de los académicos educativos pertinentes. Las gacetas de entonces comenzaron a otorgar espacios a toda esta producción, ya como críticas o como correo de lectores, aunque nunca como noticia, hasta la creación por parte de un maestro de internado, Monsieur Leroux, quién creó el Journal d'education, primera publicación especializada en la materia. Siguiendo esta corriente, el rotativo de la capital, Tableau de París, incluyó la sección de educación en la parte del diario dedicada a "las cosas útiles de la vida", donde se señalaban las principales instituciones educativas de la ciudad, tanto masculinas como femeninas.
En cuanto se admitió la existencia de la necesidad de reformar -o incluso de crear- una instrucción femenina viable, el debate de la comunidad ilustrada se centró en el lugar donde debía de llevarse a cabo -si en la casa familiar o en una institución dedicada íntegramente a esa labor- y a quién y qué se iba a enseñar. Las reflexiones solamente se ponían de acuerdo en la crítica de los conventos, considerados lugares donde la mujer no aprendía, no se desarrollaba y se marchitaba, privada de aire puro, en un lugar donde mujeres ajenas a la experiencia conyugal, como las religiosas, instruían a las niñas en la vida familiar.
El siglo XVIII se inclinaría por la educación familiar, pero como el funcionamiento de esta solo podía asegurarse en casas privilegiadas, la educación pública debía de paliar la falta de medios de las clases bajas, sin dinero para la educación en casa. La inspiración para las defensoras de la educación doméstica fue Rousseau, en el que muchas madres se fijaron para hacer de sus hijas, mediante su obra y la aplicación de sus principios, su obra maestra educativa. Madres como Madame d'Espinay aplicaron con tanto empeño las enseñanzas rousonianas que incluso llegó a publicar un libro ejemplo de cómo educar a una hija, llamado Les conversations d'Emile, conversaciones educadas entre una mujer y su hija de 10 años.
Al Emilio de Rousseau le hacía falta una compañera, una homónima educativa que sirviese de modelo pedagógico para las damas, por lo que dedicó su quinto libro a Sofía. La educación que reserva para ella parte de un principio simple: "Toda la educación de las mujeres debe ser relativa a los hombres. Complacerlos, serles útiles, hacerse amar y honrar por ellos, criarlos de jóvenes, cuidarlos de ancianos, aconsejarles, consolarlos, hacerles agradable y dulce la vida: estos son los deberes de las mujeres en todas las épocas, y lo que han de aprender desde la infancia". El discurso que desprende el filósofo deja clara la doble cara de la defensa de la educación femenina de la época: educación para la mujer sí, pero para que sirva mejor al hombre. La mujer nunca accede al saber por sí misma, sino únicamente para hacer agradable su presencia a quienes la rodean. Los que luchan por su educación no lo hacen pensando en que la mujer esté hecha para la ciencia, sino en que ha sido creada para el bienestar de su esposo y sus hijos.
Mientras tanto, al otro lado del Canal de la Mancha, John Locke se pronunciaba a favor de una educación que permitiese a las madres ser las primeras institutrices de sus hijos. Posteriormente, literatos británicos como Daniel Defoe y Jonathan Swift (autores de Robinson Crusoe y Los viajes de Gulliver, respectivamente) apoyaron la tesis imperante de que una mujer instruida era la mejor compañía para su marido. Las inglesas ilustradas vieron con decepción que la necesidad de instruir a las niñas no iba en beneficio de las principales interesadas, ellas mismas, sino que eran educadas para el bien de sus casas. Las opiniones rusonianas ponen en pie de guerra a Hanna More, María Edgeworth, Catherine Macauley y Mary Wollstonecraft, esta última, como se ha comentado con anterioridad, quizá la que condenó con más virulencia la hostilidad masculina hacia el saber femenino, pasando a los anales de la historia por su labor literaria y su actividad pro-feminista.
La situación era tal en las postrimerías del siglo XVIII que un periódico que en principio era favorable a una reforma de la educación femenina, como The Lady's Magazine, publicó: "Nunca podemos desear que al sociedad esté llena de doctores en enaguas que nos deleiten con latín y el griego. En Francia, los debates de las asambleas revolucionarias que querían instaurar un sistema de educación a nivel nacional se toparon de nuevo con la problemática de la instrucción de la mujer. Exceptuando el proyecto de Condorcet, que reivindicaba la enseñanza mixta y la igualdad de los sexos, el resto de planes seguían relegando a las damas al ámbito de los saberes domésticos. Excluidas tanto de los derechos como de las funciones políticas, las mismas mujeres no veían viable que se les proponga otra cosa diferente a una instrucción a nivel muy primario, cosa que no superarán hasta casi un siglo después.